Era un gondoliere, con su típica remera a rayas horizontales, pantalones
negros y sombrero de paja con cinta roja de seda. Un gondolero que por las
mañanas le cantaba al amor y salía de su casa en Mestre, tomaba el autobús
hacia Venecia, cruzaba el puente oteando el despertar de la laguna y, al llegar
a Piazzale Roma, subía al vaporetto que lo dejaba en el Rialto. Desde el puente caminaba tres
cuadras hasta el pequeño embarcadero, donde su negra góndola lo aguardaba desde
siempre.
La larga especie de canoa, se mecía sobre el
agua verde azulada como un féretro que es llevado en andas por la cuesta. Negro
ataúd encerado, cubierto por una capota, levantado en proa y popa como si dos
cuernos del tridente de Neptuno hubieran salido del agua.
La góndola se balanceaba como la vida. Su
padre, el abuelo, su bisabuelo, el chozno, todos habían sido gondoleros como
él. Cantándole al amor por las mañanas. Moviendo la barca por el archipiélago
de intrincadas volteretas, donde las islas parecían enhebradas por el agua. Llevando
de aquí para allá pasajeros. Turistas o venecianos. Paseantes de una tarde o
mercaderes perpetuos. Nobles, burgueses, proletarios. Inocentes o culpables.
Asesinos tramando muertes, o parejas proponiéndose en secreto volver a hacer el
amor.
Generaciones de barqueros que habían ido
pasando. Prestando un servicio. Intentando mostrar simpatía al viajero.
Alargando una mano al que sube. Inclinando la cabeza ante quien paga.
Levantando la testa para iniciar el canto de otros tiempos, cuando el amor se volvía
imposible y peligroso. Prendido del largo remo. De pie sobre la popa. Uno. Dos.
Tres. Cuatro. Empujando el agua. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Dejando atrás el
embarcadero, el sueño, el desvelo, para ir metiéndose en la historia. Historia
de góndolas coloridas de otros tiempos. Historia de canales a los que, en
Venecia, llamaban ríos, como ese suyo Rio
di Fava que, dando vueltas como una culebra, desembocaba en el ancho Canale di San Marco. Aquí el palazzo
de fulano, allá la chiesa de mengano.
Sobre este puente fue asesinado uno de mis ancestros que quiso amar a quien no
debía…
Venecia
flotaba frente a Murano, con la isla de San Miguel interponiendo entre ambas un
campo santo. Venecia se deslizaba sobre la laguna salobre, que mezclaba las
aguas del mar con las del cielo. Majestuosa bajo el sol. Misteriosa entre la
niebla. Imponente en la mañana. Melancólica por la noche. Hediendo a siglos y a
desechos. Oliendo a humanidad, a lucha y aventura. Y el eterno gondolero que
seguía con su canto contagiando de nostalgia la mañana.
Yo lo escuchaba
desde el embarcadero, mientras seis o siete orientales con sus típicas sonrisas
y cámaras fotográficas a cuestas se iban acomodando en el interior de la
góndola, decorada por su dueño con un pequeño ramo de flores. Flores rojas,
sobre el negro de la madera que se balanceaba sobre el agua misteriosamente
transparente. Los orientales comenzaron a tomar fotografías. Clic. Clac. Aguas
en movimiento. Pequeñas ondas de espuma marina. Pórticos oxidados. Y el musgo
verde que se quedaba prendido en
escalones y descansos. Clic. Clac. Rojos tejados. Cúpulas bizantinas,
agujas de mármol, estatuas antiguas, modernas antenas, leones alados, relojes,
campanas y más arriba el cielo. Clic. Clac. Cielo que se iba despojando de la bianca nebia de la laguna, como una
mujer que se desviste frente al enamorado hasta que la intimidad queda grabada
en la memoria.
Venecia se abría como una flor ante mis ojos.
Enseñando sus canales, como a las arterias de un cuerpo donde fluía la sangre
azul de la nobleza. Il doge. Il dux. El duque. La República de
Venecia recostada junto al Adriático. La
Serenissima Repubblica que fue
estandarte del comercio marítimo por todo el Mediterráneo…Y Marco Polo que
regresaba desde las tierras del gran Kan, trayendo el tesoro dorado que se
convertiría en el preciado manjar italiano. La “pasta” de los chinos que se
haría famosa en las mesas de la península, sea como tallarín, raviol, canelón o
espagueti.
Continué observando como se alejaba la góndola
y con ella el canto. Recordando aquella canción que entonaba Charles Aznavour: “Que profunda emoción,
recordar el ayer, cuando todo en Venecia me hablaba de amor…” Sí, el amor, del
que hablaba también la canción del gondolero y que yo imaginaba transformada en
escena viva sobre el puente. Sucesos del ayer reconstruidos por la fantasía en
el presente...
Él,
tras el antifaz color crema y la larga nariz como de pájaro. Ella, con la
careta de luna brillante sostenida con la diestra. Se miran sobre el puente,
más allá de las máscaras y de los nervios. Están cerca. Es Carnaval. Es
Venecia. Él, huele a vino rosso
barato, traído de la desembocadura del río Po. Ella, a menta bebida a las
escondidas para darse valor en el Palacio Pisani. Corre el mes de febrero. Es
de noche, y el frío sale como bocanada de humo de las pocas palabras que se
dicen. Él está cubierto por una capa negra. Ella, envuelta en un vestido ocre
de seda, bordado con encajes por la espera. Se acercan el uno al otro, hasta
que ya no cabe un paso entre los dos. La noche está estrellada, intensamente
luminosa sobre el pequeño puente de la salizada
(calle) de San Lío. Es Carnaval. Es Venecia. La peste ha matado a miles de
venecianos durante el pasado verano. Se toman mutuamente de la mano. Húmeda
una. Seca la otra. Se reconocen en el tanteo. El pulgar seco sobre la palma
mojada. El dedo iniciando el juego amoroso hasta que los cuerpos comienzan a
despedir un ligero cosquilleo. Nada se dicen. Es Carnaval. Es Venecia. Y pese
al frío de la noche, el calor va inundando de pasión los dos cuerpos. Poco
después, las manos se sueltan para el abrazo. Él, levanta su antifaz y
desaparece la larga nariz color crema. Ella, baja la máscara de luna brillante.
Sonríen. Se acercan más. Los ojos de él sobre los labios pequeños y carnosos de
ella. La respiración de ambos juntándose en el aire del deseo. El joven huele a
vino de pobre. La muchacha, a menta de alcurnia. No resisten más. El cosquilleo
del cuerpo se va transformado en picazón. Y del escozor, la pequeña flama que
se enciende. Sus corazones aceleran el latido. Por fin, se besan.
Acaloradamente. Il bacio del amore.
Los labios. La lengua. El calor que corta la noche mezclando vino y menta,
apasionando al invierno del Véneto. Es Carnaval. Es Venecia. Se siguen besando
entre las sombras. Ella lo deja venir. Él se entromete. La capa negra. El
vestido ocre de seda. Las manos sueltas. La brisa que viene del Canal Grande.
Las luces de aceite titilando a la distancia. No dicen mucho. No hace falta. Se
besan sobre el puente mientras, por debajo, flotan a la deriva las vergüenzas.
Él es alto, de ojos claros y voz transparente. Ella, un poco esmirriada, con
graciosos hoyuelos en las mejillas y labios que invitan a conocerlos. El joven
le muerde la pera. Ella, grita de emoción. Se besan con toda la pasión posible
que abre la novedad de la aventura. Aventura prohibida por una sociedad
estructurada en lo que debe y puede ser. Se hurgan mutuamente, bajo capas y
encajes, desterrando las formalidades. Dicen alguna palabra suelta de amor, que
cae del puente y se ahoga en el canal como un suspiro. Es Carnaval. Es Venecia.
Las manos tocan la gloria del deseo retenido, buscando la brasa y el fuego
escondido. Se besan bajo la noche estrellada, mientras la luna real juega entre
los pórticos saltando con su reflejo hasta platear las embarcaciones.
Él es un simple gondolero. Ella, hija de
nobles mercaderes. Amor lejano que el Carnaval hace posible tras las máscaras.
Amor siempre prohibido, sean cuales fueran los tiempos. Porque hay que mantener
las diferencias. Y una de aquí, no puede juntarse con uno de allá. Sería fatal.
No llevaría a ningún sitio. Se quebraría el amor, inevitablemente, como un rama
seca azotada por el viento. No existe la más mínima posibilidad de que pueda
prosperar. No es bueno que la de arriba piense en uno de los de abajo. Sería
como juntar aceite con agua.
Hace tiempo que se conocen. Él, con su
góndola, suele llevar a la familia de su compañera desde el barrio de San Polo
hasta el de San Marco. Ella se llama María. Él, Luca. Se han visto en varias
oportunidades, aunque nunca pudieron mirarse como esta noche, tan de cerca,
cara a cara, respirando uno del aliento del otro. Porque cuando se veían, María
no podía dirigirle la palabra. Esa era tarea reservada para su madre: “Luca, per favore, andiamo al palazzi
Mocenigo…” No, María nunca le habló, pero sí que lo ha mirado. Alto. Rubio.
Musculoso, como una de las esculturas del Palacio Ducal. De ojos claros.
Masculino. Fuerte. Parado en popa, sobre la negra madera de la góndola. Sudando
el calor húmedo del verano o el frío alado del invierno. Siempre mirándola, sin
que la madre o las hermanas lo adviertan. Sonriéndole. Tratando de enviarle un
mensaje en el silencio, hasta que cerca del Carnaval llega la nota arrugada que
sale de la mano varonil y se posa en la excitada palma femenina. Domani. Mañana. Mientras la madre
advierte lo que ocurre y se hace la distraída. Sopra il ponte. Sobre el puente. Sí, la madre lo advierte y
se traga la ofensa del gondolero que trata de seducir a su hija. El muy desgraciado.
Estando ella presente. Pero ya pagará su descaro. Mañana. Sobre el puente. En
la calle de San Lío.
Y así fue como la noche ahora los encuentra
descubriéndose en la proximidad, mientras un grupo de voces se viene acercando.
Voces que suenan a mandato materno, imperativo, clamando por venganza,
rebotando contra los ladrillos de las casas de dos pisos. Eco que llega hasta
el puente sin que el simple gondolero o la hija de ricos mercaderes, lo
perciban.
Vienen de prisa,
trayendo luces que quiebran el plata saltarín de la luna y el nebuloso refulgente de las estrellas.
Ahora corren, mientras ellos se besan sobre el puente. Es Carnaval. Fiesta
pagana. Es Venecia. Ciudad de San Marcos. Pero los que se hacen oír no traen
máscaras, ni antifaces, ni son leones alados o corceles de bronce.
Luca, ahora los escucha e intuye el peligro,
aunque la siga besando para ocultar el devenir. Ella, también puede oírlos,
pero estando de espaldas prefiere creer que el murmullo es el de su propio
corazón, que late cada vez más fuerte.
Yo, seguía junto al embarcadero. Mientras el
gondolero del hoy continuaba cantándole al amor con tristeza, como si el amor
siempre fuera antesala de la pena. Sí, el amor. Y el grupo del ayer que ya está
a metros del puente de la calle San Lío. Luca termina con el beso, sellando con
el sabor a despedida la boca de María. Después, la aparta un poco. Ella lo mira
y ve en sus ojos las sombras de quienes por detrás vienen por ellos. Siente el
temor de Luca en su propia piel, bajo el vestido ocre de seda con encajes
bordados por la espera. Siente miedo por él, porque sabe quien envía a esa
gente. María le ruega que huya. Luca contesta que jamás la dejará. Los hombres
ya están junto al puente. María les grita su verdad. Luca mira las aguas oscuras
del canal. María le pide que se tire al agua. Los hombres ya suben. Entre
ellos, viene el hermano de María. Ella les impide el paso con los brazos
abiertos. Luca vuelve a mirar el canal y sobre el agua a su conocida góndola.
“¡Te amo!”, le grita a la mujer abalanzándose sobre ellos, sin advertir el
puñal hambriento de sangre. “¡Te amo!”, ella contesta atrapada entre los brazos
de su hermano. “¡No te dejaré!”, insiste Luca asestando el primer golpe a uno
de los enviados, sin advertir el brillo, ni la sed de sangre que trae consigo
el arma blanca. Es Carnaval. Es Venecia. Las campanas suenan a lo lejos en la
plaza de San Marcos. La góndola sigue amarrada al embarcadero, hasta que la
brisa se convierte en intenso viento que viene del mar, empujando las aguas, elevando
el nivel del canal, moviendo las embarcaciones. María les grita: “¡Déjenlo!”.
Luca, responde: “¡Te amo!”. El hermano de María refuta: “¡Bastardo!”. Mientras
el puñal, que no sabe de amor ni de palabras se hunde en el estómago del
gondolero.
La capa negra se tiñe de púrpura y los ojos de
Luca se vuelven sobre los de María. Ella permanece atrapada entre los brazos de
su hermano. Los ojos de Luca parecen desorientados y giran en círculos,
mientras la mancha roja va ganando en tamaño. María consigue zafarse. Luca la mira, pese al dolor y a la pérdida. Puede
ver como el sueño de amor, en la fría noche, se esfuma entre la niebla. María
quiere detener su mirada, pero los ojos de Luca ya no tienen mirada. El asesino
retira con un golpe el puñal, tajeando aún más el cuerpo de la víctima. Luca se
arquea. La capa ya no es negra, sino roja, como las flores del barquero del hoy
que sigue cantándole al amor prohibido e imposible. María llega hasta él e
intenta sostenerlo, pero el cuerpo de Luca, bañado en sangre, resbala y cae al
canal. “¡Luca!”, llama ella desesperada, mientras lo que fue el cuerpo
musculoso y fuerte de su amado, golpea sobre la góndola que por el viento se ha
soltado de su amarra. “¡Assassini!”,
grita ella aferrada a la baranda. “¡Asesinos!”, vuelve a exclamar, al tiempo
que el verdugo limpia el puñal. “¡Amor mío!”, es el triste lamento de la joven,
mientras la góndola se aleja arrastrada por la corriente, cargando el cuerpo de
Luca, la capa roja y aquella máscara color crema con una larga nariz como de
pájaro.
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