Jesús María Silveyra

jueves, febrero 07, 2013

CONVERSACIONES EN SHANGAI

Nenúnfares. Ninfeas. Nelumbos. Conversamos toda la noche de plantas acuáticas. Hablamos sobre los lirios del agua, mientras contemplábamos un estanque. Sobre todo, nos referimos al loto.
Ling Chuang, me dijo que el loto era la reina de las flores y yo le respondí que para mí era la rosa. Mencionó que las rosas tienen espinas y yo le contesté que era necesario algo de sufrimiento para alcanzar el gozo. Me respondió que no, que debíamos librarnos de todo sufrimiento y también del gozo. Pues entonces, “está la rosa de Sharon que no tiene espinas”, repliqué. Me contestó que esa era la flor nacional de Corea. Repuse que era la que se menciona en el Cantar de los Cantares, cuando la mujer sulamita se refiere a sí misma diciendo: “rosa negra de sharón, lirio del valle yo”.
Un tanto contrariado volvió sobre el lirio del agua y “no del valle”. Dijo que el loto o la flor del loto había sido la primera flor en darse a conocer cuando se creó el mundo. Le expuse mis dudas. Aún más, dijo que, para muchos, era la madre de la Creación, porque el propio Brahma había nacido del loto…Agregó que para los egipcios, de un loto azul, que emergió del Nilo, había nacido el hijo del sol…y que Buda, se sentó en la posición del loto cuando tuvo su despertar... Yo permanecí en silencio, escuchándolo. Terminó diciendo que si no me bastaba con lo que representaba para Oriente, que pensara en Claude Monet pintando nenúnfares, impresionado por la belleza de estas flores acuáticas. Cerré los ojos y me dejé llevar por el perfume, olvidándome por un momento de mi rosa…

“La flor del loto se cierra por las noches y se sumerge bajo la superficie del agua, apenas un poco, como si le temiera a la luna”, le dije exhalando el aroma del estanque que se mezclaba con el de la noche serena y agradable, iluminada por una luna en su cuarto menguante. “No, la flor del loto, es ying y es yang. Ama al sol y  a la luna. Con el alba, irrumpe, corta la delgada capa del agua y abre sus pétalos en contacto con el aire, dejando a la vista su centro incomparable, el lugar donde el fruto guarda sus semillas. Ella se abre y se cierra como una boca dulce de mujer…”
“Espera, Ling, no vayas tan rápido con tus conclusiones. Respiremos juntos con la flor. Sumerjámonos con ella. Dejemos que la delgada capa de agua nos cubra la mirada. Contemplemos los rayos plateados de la luna penetrando el oxígeno y el hidrógeno en las justas proporciones que los transforman en agua. No hay nubes y la luz de plata llega hasta nosotros sin filtros ni intermediarios”.
“¿Por qué crees que danzan las flores?”, preguntó cortando mis dulces pensamientos. “Porque el viento está moviendo la delgada capa de agua”. Se puso serio ante mi respuesta tan obvia. “¿Acaso es porque la luna se mueve o baila?”, agregué dudando. “Las flores danzan recordando el andar de las mujeres de pies vendados”, me contestó tajante.
“¿Qué cosa?”. “A ellas siempre se las ha llamado, las de pie de loto dorado”. “¿Por qué razón?”. “Es que durante cientos de años se llevó adelante esta costumbre en China…Les vendaban los pies entre los cuatro y nueve años, para que no crecieran. Así, más tarde, las doncellas se balanceaban al caminar y era muy placentero observarlas. Se las dotaba de una gracia especial al caminar…un paso lento, casi inacabado…como si fuera el de las grullas o el de las pequeñas gacelas…De allí que su movimiento fuera comparado con el del loto mecido por la brisa”.
 





“Ling,  ahora recuerdo el asunto de los pies vendados… ¿no lo hacían para obstruirles el movimiento y que no pudieran escapar con facilidad de una casa, del marido o del concubino de turno?”. “Quizá, pero también por erotismo”. “¿Erotismo?”. “A los hombres les resultaba muy sensual verlas caminar...”
“¡Qué ocurrencia!”, exclamé. “Tú no entiendes, es mejor que demos por terminada la reunión…Confucio decía que la mujer…”. “Vamos Ling, espera un poco, no lo tomes a mal. Sigamos aquí, como si estuviéramos bajo el agua. Sumergidos en el estanque. Viendo como la brisa menea la flor como al cuerpo de una antigua de las doncellas que mencionas. Aguanta un poco la respiración. No, no largues aún el aire. Aguanta. ¿Ves el hilo de plata, el cordón? Retiene la respiración, dilata el estómago, céntrate en la luz de la luna o al menos inténtalo. Yo estoy a tu lado junto a la flor que se ha cerrado como un puño resguardando su corazón de las tinieblas de la noche por temor”.
“¡No es el temor!”, exclamó. “¿Qué no? Pues entonces, dime por qué. Tú sabes mucho más que yo de esto, estás en tu tierra, en tu pantano, en tu estanque”. “Cuando la flor emerge sobre la delgada capa de agua, es como un volver a nacer…”, me respondió. Le dije que para mí sería como resucitar. “La diferencia no nos debe molestar, aunque yo no sé la medida de tu volver a la vida, si es con todo tu ser o con parte de él…”. “Ni yo conozco la medida de tu renacer, ni se lo haces por primera u octava vez…”
Lo cierto es que ambos subimos con ella, y nos dejamos asir por los primeros rayos del alba que nacía en aquella mañana de Shangai. Nos dejamos tomar por la mano de aquella que tiene los dedos rosados, por el soplo de Eos que levantaba el velo de la noche y pintaba la línea del horizonte con un rojo que más tarde se convertiría en azul, al tiempo que se transformaban las flores y se encendían de colores vivos.

 
 
 
Y las había blancas, purísimas, prístinas, impecables, como el del azúcar refinado o el del capullo de algodón recién desmotado, como el de la mortaja que se regocijaba en su vacuidad o el de la ropa limpia tendida al sol. Luego de habernos sumergido con ella, y escuchar como la abeja zumbaba dentro de su corazón, polinizándola por dentro, mientras la luna jugaba con nuestras ideas, sus pétalos se tornaron un poco más oscuros, como si los hubiesen teñido con la sangre de la fecundación o de aquellos  pies vendados; con la sangre roja, de la luna roja, del paño rojo, del libro rojo, del momento rojo en que alguien rompió la gran muralla del agua estancada y exclamó con la flor: “he despertado al nuevo día”.
Coincidimos, era el alba, y las primeras luces acariciaban el agua. Las flores se abrían y los pétalos comenzaron a separarse. El cofre dejó salir a la primer abeja zumbando vida, con sus labios llenos de polen amarillo, que pronto se convertiría en miel y haría vivir a la reina un día más, mientras los zánganos continuarían luchando en el umbral de su alcoba. Ling, se puso de pie. Yo hice lo mismo. Me saludó inclinando suavemente la cabeza. Me le acerqué, le di un abrazo argentino, soltándole unas breves palabras al oído: “Gracias por el loto”. Se apartó un poco y mirándome a los ojos, balbuceó: “Llevo tu rosa en mi corazón…vivo ejercitándome por seguir el camino trazado…pero aún no he podido dejar de sufrir, no tanto por mí, sino por los otros”.
 
 
(*) Todos los derechos reservados. © Copyright 2013 Jesús María Silveyra. info@jesusmariasilveyra.com.ar