Fuimos hasta el ristorante que tenía una terraza con vista panorámica sobre el
valle. Estábamos en Asís, en lo alto de la ciudad que parecía sacada del
Medioevo. Piedra y silencio, junto a la via
Metastasio. A dos meses del Jubileo del año 2000. En el punto del espacio
donde parecía posible el diálogo interreligioso. Saqué un cuaderno de la
mochila, pedí permiso a la dueña de casa y mirando las columnas de humo que
subían de los campos incendiados para renovar la tierra, comencé a escribir. Mi
esposa, seguramente, pensó que debía tenerme paciencia porque me tomaría toda
la tarde volcar lo que tenía dentro. De algo estaba segura, tendría que ver con
Francisco, el santo de Asís. ¿Por qué? Pues estuvimos toda la mañana siguiendo
la pista de su historia por los lugares que había frecuentado en la región y,
al salir de la iglesia de "San Damiano”, yo le dije algo, como que el
crucifijo me había hablado, igual que ochocientos años antes lo había hecho con
el hijo de Pedro Bernardone y doña Pica. “¿Qué cosa te dijo?”, me preguntó.
“¡Ve y escribe algo sobre el santo, porque a la gente le hace bien recordarlo!
Ahora, ella me observa,
entusiasmado, garabateando las hojas, dando vuelta las páginas que el viento
pretende arrancarme de las manos y arrojarlas sobre un valle desolado de
palabras. Lo hago sin mirarla, por el misterioso mandato de una voz que creo
haber escuchado en “San Damiano”.
Cuando levanto los ojos, apenas si miro allá
en lo bajo esa joya que es la campiña de la Umbría italiana. Pienso. Me rasco
la nuca como lo hacía mi madre. Abro la boca. Suspiro. Vuelvo sobre el papel.
Largo. Suelto. Imagino. Escribo. Grabo las palabras sobre el abismo de un vacío
que deja expuesto el magnífico valle. ¿Qué más podía decirse de San Francisco?
Había tanto escrito, representado y hasta filmado…
Francisco, el Poverello, el Pobrecillo, sube al monte
Subasio desde el río Torto. Lo hace dejando atrás la ciudad de piedra y sus
murallas. Está muy flaco. Arropado con el hábito que ha copiado de los
campesinos. Ceñido con una cuerda sencilla, anudada a la cintura. Los pies
descalzos. La barba crecida. Las manos huesudas enseñando una enramada de venas
oscuras. Los ojos perdidos en lo alto del cielo gris que trae frío y
probablemente nieve.
Camina solo, más allá de la Rocca Maggiore. Detrás lo sigue alguno
de sus primeros discípulos: Bernardo de Quintaval o Pedro Catáneo. Debajo está
el valle que parece un damero con sus distintos tonos de verdes, ocres y
marrones. Cuadrados de viñedos y olivares, rastrojos de trigo o cebada,
afortunada tierra preparándose para recibir el crudo invierno que se avecina.
Sube
la colina. Busca a Dios. Intenta discernir su voluntad para la comunidad
creciente de hermanos que vive en el tugurio de chozas de Rivo Torto. Atrás
quedó su conversión, la reparación de la iglesia de San Damiano y la reconstrucción de la
Porciúncula. Atrás, el cambio de hábitos, el abandono de la casa paterna y el
descubrimiento evangélico aquel día de San Matías. Atrás los primeros
seguidores, las prédicas y los viajes de dos en dos por las regiones vecinas.
Son cosas del pasado. Ya no son
tres o cuatro locos sueltos pidiendo limosna por las calles de Asís. Son varios
hermanos viviendo en chozas de barro. Y él debe discernir por los demás. Porque
son muchos los que siguen llegando y debe actuar como guía de la comunidad.
Allá va Francisco, el hijo del rico mercader
de telas que, según dicen, un día se volvió loco de remate. A tal punto, que su
padre lo desheredó en presencia del obispo y buena parte de los habitantes de
la ciudad. ¿Saben lo que hizo? ¿Lo saben? Claro, esta parte de su historia es bien
conocida y fue vista cientos de veces en el cine. Pues sí, Francisco se quitó
las ropas y se las devolvió a don Pietro
Bernardone, quedándose desnudo frente al pueblo, hasta que el obispo
reaccionó y mandó cubrirlo, mientras Francisco gritaba que en adelante su Padre
sería únicamente el de los cielos y la gente comenzó a reírse de él y don Pedro
se retiró ofuscado y a doña Pica se le cayó una lágrima y la bella Clara se
ruborizó y a Francisco le pareció que en todo caso el que estaba loco de remate
no era él sino el mismo Jesucristo que había invertido los valores del mundo
con su mensaje evangélico: “Los últimos serán los primeros”. “Quien pierda su
vida por mí y por el Evangelio la salvará”. “Perdonen setenta veces siete”.
“Háganse como niños”. “Amen a sus enemigos”. “Si quieren ser perfectos, vendan
todo lo que tienen y denlo a los pobres”. “Pongan la otra mejilla”. “El que se
humilla será ensalzado”. “Niégate a ti mismo, toma tu cruz y sígueme”…
Francisco sube al monte en el que los
benedictinos tuvieron un pequeño monasterio que la guerra de diez años entre
Asís y Perusa ha destruido y, donde él, hace ya tiempo halló las mismas grutas
para retirarse a orar y pedirle al Señor que le siga hablando. Porque necesita
saber qué más quiere de él y de la comunidad de hermanos menores. No, no debe
ser una Orden puramente contemplativa, pese a que con ella la vida de extrema
pobreza parecería concordar más.
El ideal de Francisco es la
vida apostólica y, en especial, la predicación. “Vayan por el mundo anunciando
la Buena Noticia”. “Prediquen que el Reino de los Cielos está cerca”, era lo
que había escuchado y releído cientos de veces en aquel evangelio de Mateo. En
ese caso, ¿cómo sería posible armonizar la vida de pobreza con la predicación?
¿Acaso para predicar no se necesitaba un poco de instrucción? ¿Y la instrucción
un claustro, y el claustro tiempo libre para los estudios? ¿Y para contar con
tiempo libre, no haría falta alguna renta proveniente de la tierra? ¿Cómo
entonces sería posible seguir viviendo en chozas, casi como nómades, trabajando
por el sustento diario o pidiendo limosna y al mismo tiempo salir a predicar?
Sin embargo, Francisco no
piensa en los conocimientos teológicos, sino simplemente en dar a conocer el
mensaje evangélico. “¡Conviértanse, porque
el Reino de Dios está cerca!”. Aunque no todos piensan lo mismo que él y
comienzan a discutir sus ideas. No sólo dentro de la comunidad, sino entre los
obispos. Algunos opinan que es imposible vivir sin alguna propiedad. Que la
futura Orden debiera tener tierras donde asentar claustros y obtener alimentos
para asegurar una buena formación a los hermanos. Que tendrían que imitar a
quienes siguen la regla de Benito de Nursia. O, al menos, poder acumular
especies o dinero de un día para el otro, como para asegurar el sustento en días difíciles.
Pero Francisco se niega a
cualquier posibilidad que lo aparte de lo que el Señor en su momento le ha
hecho saber. La vida apostólica no es otra cosa que cumplimentar lo que
hicieron Pedro y Pablo. Anunciar el Evangelio viviendo al mismo tiempo del
trabajo de las manos o de la generosidad de los demás.
Por eso necesita retirarse otra vez y, en el
silencio de la contemplación, decir como Samuel: “Habla Señor, que tu siervo
escucha”. Siempre ha sido igual. La voz del Señor saliendo del misterio de la
oración, de la fiebre, el éxtasis o los sueños. Suave al comienzo. Creciendo
como un torrente hasta acallar el resto de las voces y sonidos, después.
Cubriendo todo su ser y la atmósfera circundante, más tarde. Volviéndose
imperativa. Demandando una respuesta. Transformando su negación humana, en un
sumiso sí como el de María, la madre de Jesús.
Un sí, como aquel que le diera en la cárcel de
Perusa, después de la derrota del ejército de Asís; o tiempo después, cerca de
Spoleto, cuando quería marchar de nuevo a la guerra; o ante esa voz que le
mandaba regresar a casa, diciéndole: “Retorna a tu patria y allí te será dicho
lo que has de hacer…”. Un sí, como en la iglesia de San Damiano, escuchando la
voz del crucifijo: “Ve, pues, Francisco y repara mi casa que se viene abajo…”;
o como ante aquel extraño pedido celestial de vencer la animadversión a los
leprosos y comenzar a cuidarlos. “Francisco, si quieres descubrir mi voluntad
has de aborrecer y despreciar cuanto hasta ahora has apetecido sensualmente. Y
cuando hayas comenzado a hacerlo, todo lo que antes te era grato, se te
cambiará en intolerable; y lo que antes detestabas, será para ti grande dulzura
y alegría inmensa”.
Francisco siempre lo recordaba. Dando este
último sí, pese a la repulsión y el asco que le despertaba la lepra. Jamás
podría olvidarlo. Una boca retorcida y la nariz partida al medio. La campanilla
del leproso sonando tras las encinas. Y él, dudando... El pánico. El querer
volverse, pese a la claridad del día y el hermoso paisaje circundante. La
campanilla más cerca, tras los árboles. Y él que se detiene. Y le viene a la
mente la imagen de la mujer de Lot, convirtiéndose en una estatua de sal por
mirar atrás.
Rayos, truenos, fuego.
Destrucción. Y el leproso apareciendo junto al encinar. Un muñón en vez de
brazo. Los dedos que faltan dejando un sitio vacío en la mano. La boca roída.
El deseo de amar empujando. Y allá viene. Y mirarlo, más allá de la repulsión y
también del asco. Acercarse. Tocarlo. Besarlo. Compasión. Con pasión. Con la
misma pasión de Cristo en el Calvario, hasta descubrir en el leproso al
crucificado.
Francisco sabe que no basta con todo lo hecho
hasta ahora. Cada día es un volver a empezar. Pero la Hermana Pobreza le ha
abierto los ojos a la bondad divina. Él es como un lirio del campo o como las
aves del cielo. No necesita más que ellos. Le basta con su existencia y con el
amor de Dios que en él rebalsa y se trasmite en un amor a cada uno y a cada
cosa creada. Le basta con su amor al sol, la luna y las estrellas. Le basta con
la tierra, el valle, el monte, la colina, las fuentes y los arroyos. Le basta
con la lluvia y el rocío, con el fuego y la escarcha, con los hielos y las
nieves, con la luz y las tinieblas. Le basta con los peces del agua, las fieras
y ganados. Le basta con las flores y las mariposas, con el viento, el lobo y el
cordero. Sí, claro, y también con el evangelio de Mateo que escuchó aquel día
de San Matías en la pequeña Porciúncula: “Por el camino proclamen que el Reino
de los Cielos está cerca. Curen a los enfermos, resuciten a los muertos,
purifiquen a los leprosos, expulsen a los demonios. Ustedes han recibido
gratuitamente, den también gratuitamente. No lleven encima oro ni plata, ni
monedas, ni provisiones para el camino, ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón;
porque el que trabaja merece su sustento”.
Era sencillo. En el mensaje de
Cristo estaba la forma de vida reservada para él y los que quisieran seguirlo
como los primeros discípulos. Dejándolo todo. Casa. Padre. Madre. Hermano.
Hermana. Oficio. Barca. Red. Buey. Arado. Pertenencias. Posesiones.
Repulsiones. Ascos.
Francisco ya está cerca de las grutas, de las Carceri, y recuerda aquello del propio
San Benito. “Por la exaltación se baja y por la humildad se sube”. Otro mensaje
invirtiendo la lógica del mundo. Subir por las escalas de la humildad. Más allá
del orgullo, la soberbia, el amor propio y toda vanidad. Lo sabe bien, la
señora Pobreza le ha abierto las puertas de la Humildad. Lo ve. Lo escucha.
Hasta puede imaginarlo. Jesucristo se agacha a lavar los pies de sus
discípulos. “Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies,
ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo,
para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes”.
¿Me escuchas, Francisco?,
parece decirle el Señor. La humildad es lo primero. El despojo. Hacerse
servidor de todos. Vaciarse. Nada, Francisco. Ya te lo he dicho. Nada. Ni oro,
ni plata, ni monedas, ni alforja para el camino, ni provisiones, ni dos
túnicas, ni calzado, ni bastón. Nada. ¿Me escuchas? Nada, de nada. Tú lo sabes.
Fue lo que le dijiste a Bernardo de Quintaval antes de que vendiera todo y se
lo entregara a los pobres. Escuchar la Palabra y ponerla en práctica. Muy
sencillo. Sólo Dios basta. Repítelo, Francisco. Mira con mis ojos. Contempla.
Todo invertido. “Porque es dando que se recibe y perdonando que se es perdonado.
Porque es muriendo, que se resucita a la Vida Eterna”. Repítelo a tus hermanos
pese a que se resistan. Ponlo como regla de vida aunque la crean difícil de
cumplir. Nada, Francisco. Sólo el afán de cada día. Que cada uno trabaje en lo
suyo y si no les alcanza para comer pues pidan limosna, pero que no quede nada
entre ustedes de un día para el otro. Sólo yo, que no tuve dónde reclinar la
cabeza.
Mi esposa me mira mientras bebe algo que le ha
traído la dueña del restaurante y ordena un poco de formaggio y proscciutto…Yo
sigo absorto en lo que escribo. ¿De dónde me viene todo esto? ¿Qué misteriosa
voz es la que habla a través de mi mano? La escucho. Rasguidos sobre el papel.
Y de la nada, las letras. Negras letras húmedas de tinta. Imágenes del corazón.
Postales del alma. Bocas que se mueven en el silencio de la palma. Y las yemas
persiguiendo al sonido hasta que se vuelve lengua en la palabra. Sí, Palabra.
En este caso, la que parece estar diciéndome Francisco de Asís desde aquel
remoto año de 1210, mientras cansado llega hasta las grutas del monte Subasio
balbuceando un rezo sin palabras.
Francisco entra en las grutas
cavadas en la roca fría, abiertas en la carne viva de la montaña. Desciende en
busca de una respuesta del Señor. “¿Quién eres, dulcísimo Señor Dios mío, y
quién soy yo, gusanillo siervo tuyo? Santísimo Señor, quisiera amarte.
Dulcísimo Señor, quisiera amarte. Señor Dios, yo te he dado todo mi corazón y
mi cuerpo, y deseo con gran vehemencia, hacer otras muchas cosas por tu amor,
si llego a entender que te agradan”.
Francisco se agacha, se inclina, se acuesta.
Hunde su cuerpo dentro de la gruta, apoya su delgada figura sobre la piedra
muda. La punta de los pies, las rodillas, el vientre, las costillas, la
mejilla, todo haciendo natural fuerza de gravedad contra la dureza de la roca
que nada le dice pero que lo recibe y lo deja tenderse sobre ella como si se
tratase de un amigo. Respira lentamente. Aquieta su espíritu. Aleja todo
pensamiento que pueda apartarlo de Dios. “¡Dios mío y todas mis cosas! ¡Dios
mío y todas mis cosas! ¡Mi Dios y mi todo!, y no otra cosa”, repite hasta el
llanto, porque es tal el amor a Dios que en el diálogo con Él siempre se hace
presente el llanto en sus diversas formas. Triste y amargo por la soledad,
gozoso por la compañía, ardiente de dolor cuando aparecen los estigmas,
rebalsando de dulzura, pegajoso de nostalgia, cristalino de alegría.
Sí, alegría de anunciar la
Palabra enviando a sus hermanos a salir del valle y llevar a todo el mundo la
Buena Noticia: “Vayan, pues, amados compañeros, anunciando el evangelio de la
paz y la penitencia. Sean pacientes en las tribulaciones, respondan con
humildad a los que los interroguen, bendigan a los que los persigan, muestren
gratitud hacia los que los traten injustamente y los calumnien, pues por todo
ello será mayor su recompensa en el cielo. Y no se avergüencen de ser hombres
sin letras, porque no serán ustedes los que hablen, sino el Espíritu del Padre
celestial”.
La pequeña hendidura de la roca permite el
ingreso de un haz de luz y el bucólico murmullo de las palomas que se pasan la
siesta en el encinar que aún hoy existe en el lugar. Francisco deja el llanto
ardiente que le quema los ojos y escucha como la luz le trae el murmullo de las
aves que tanto ama. Las aves que no se preocupan por el mañana. Ni qué comerán,
ni con qué se vestirán. Las aves que no siembran, ni cosechan, ni acumulan en
graneros. Las aves que vuelan en libertad con lo que llevan puesto y abandonan
sus nidos en la estación seca.
El rayo de luz del Hermano Sol. La voz de las
Hermanas Palomas. El silencio de la Hermana Roca. Todo tan bello. Y él tan
agraciado por el Señor Dios de la Creación, que en el silencio de la gruta le
hace conocer la respuesta. La misma respuesta en la que cree hace ya tiempo,
pero que su pecado aleja en la duda propia y de los otros, porque la carne es
débil y la exigencia es mucha.
Vivir según la fórmula del
santo Evangelio. Es el deseo del Señor y de Francisco. Que poseyesen las menos
cosas posibles. Que trabajasen con sus manos para ganar el sustento. Que si el
trabajo no bastaba, acudiesen a los otros en demanda de auxilio. Que no se
tomaran ociosos cuidados, ni acumularan bienes superfluos. Que se mantuvieran
libres como las aves, sin dejarse prender por los brazos del mundo. Que
cruzasen por la vida dando gracias a Dios por sus dones y alabándolo por la
belleza de sus obras. Que, en fin, anduviesen como extranjeros y peregrinos en
este mundo.
Sí, claro, es bien sencillo. Abrazar a la
Hermana Pobreza. Porque el Señor tampoco había tenido donde reclinar la cabeza.
¡Es eso! Ser pobre en todo sentido. Apartándose de toda avaricia. Ese debe ser
el corazón de la Regla de Vida. “Todos los frailes procuren seguir la humildad
y pobreza de Nuestro Señor Jesucristo, y acuérdense que ninguna cosa nos es
necesaria de todo el mundo sino como dice el Apóstol: ‘Teniendo que comer y con
que cubrirnos, con estos nos contentamos y no queremos más’… Acuérdense que
Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, Todopoderoso, puso su rostro como
piedra durísima a los golpes y afrentas del mundo, ni se corrió de ser pobre y
huésped, y vivir de limosnas, él y la bienaventurada Virgen su Madre y sus
discípulos”.
¡Ay, pero qué duro, Señor!, parece responder
el Poverello. No creas que a mí no me
cuesta. Yo que lo tuve todo y dormí en cama de plumas y siempre me senté a
cenar en una mesa abundante y no me faltó el abrigo, ni el techo, ni una madre
que me despertara por las mañanas con un beso, ni un padre que me diera de sus
telas para lucir elegante en el pueblo, ni criados que hicieran por mí los
mandados, ni educación, ni viajes fuera de Asís, ni amigos nocturnos con
quienes gastar el dinero, ni jóvenes dispuestas a ir conmigo a donde quisiera,
ni fama de caballero, ni sueños de grandeza…
Sigo garabateando las hojas. La noche ya ha extendido su cinto de titilantes
estrellas regalándonos el don de una luna inmensa que baña de plata esta ciudad
mágica enclavada sobre el monte. Regreso con Francisco a la gruta del monte.
El santo se ha quedado dormido. La cabeza reclinada sobre
una tabla. El cuerpo sobre su amada roca. Los pies siguen descalzos. Ya no
entra luz por la hendidura, ni se escucha el bucólico murmullo de las tórtolas,
sólo el sesear del viento contra las encinas. Francisco sueña con un sueño que
pronto tendrá el Papa Inocencio III.
El Sumo Pontífice está en Roma. Francisco en el monte
Subasio. El Santo Padre soñará que la iglesia de San Juan de Letrán se
tambalea. Que la basílica construida por Constantino en honor de los dos Juanes
(el Bautista y el Evangelista) tiembla y está a punto de caer. Que la torre se
inclina y se quiebran las paredes. El Papa contemplará espantado desde su
palacio el terrible espectáculo de la Iglesia cayéndose. ¿Por qué? ¿Por qué?
Querrá gritar y no podrá hacerlo. Querrá juntar sus manos para rezar y tampoco
lo logrará.
Francisco se mueve sobre la roca hasta
acurrucarse en posición fetal. La voz del encinar ingresa por la oscura
hendidura trayendo más frío y oscuridad. El Papa, en Roma, todavía no ha soñado
aquello, pero Francisco ya corre por la plaza de Letrán. Se llega al pie de los
muros de la iglesia. ¡Es tan pequeño ante semejante construcción! Arrima su
espalda al muro. ¿Qué cosa puede hacer él, el gusanillo, el poca cosa, la
avecilla, la pluma, la cola, el ala?
Hace fuerza contra el muro y
comienza a aumentar su tamaño. Sí, Francisco crece mientras la Iglesia tiembla
y el Santo Padre no sabe qué hacer. Crece tanto hasta que rebasa la altura de
la iglesia, sostiene el edificio y lo endereza. El Papa, maravillado por la
proeza se le acerca, lo mira a los ojos, lo descubre y comienza a comprenderlo.
Francisco sale del sueño
sacudido por el chisteo de una lechuza. Es medianoche. Por la hendidura ingresa
la luz argenta de una menguante luna que bosteza. Abre los ojos. Siente que
debe viajar a Roma y contarle al Santo Padre de la Regla de vida para sus
hermanos menores, aunque parezca severa para los que están acostumbrados a
vivir en la opulencia. No debe preocuparse. El Señor le hablará a Inocencio III
proyectándole aquel sueño y podrá reconocer su sinceridad.
Francisco se llena de alegría.
¡Eso es! ¡Gracias, Señor! ¡Aleluya! ¡Alabado seas, Señor!
Detengo la mano. Trazo un punto final y le digo a mi
mujer que es hora de dejar la hermosa ciudad de Francisco y de Clara, de lo
contrario llegaremos a Florencia de madrugada y tal vez no encontremos hotel. Ella, dice que prefiere quedarse en Asís y volver a
visitar las grutas por la mañana.
(*) Este cuento es parte de mi libro: "Cuentos de la bella italia". Todos los derechos reservados. © Copyright 2011
Jesús María Silveyra. info@jesusmariasilveyra.com.ar
www.jesusmariasilveyra.com.ar
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