La
“casa del viento” la compró el abuelo y la heredó el nieto. Huayra Huasi es
el nombre de la casa. No se cierran
las ventanas, ni vale la pena, porque el viento rompe los vidrios. La puerta permanece siempre abierta, con un taco de
madera que la traba. No hay adornos
dentro, sólo una marca del lugar en que estaba el catre donde dormía el abuelo.
El
abuelo murió hace unos días y le dejó la casa en herencia, pero al nieto le da
pánico dormir allí porque de noche el viento entra en la casa cubierto con
máscaras de arena. Dicen que el abuelo se montaba en
el viento y salía a recorrer el “Campo de Piedra Pómez”. Pero el nieto sólo puede ver figuras tenebrosas cuando
está dentro.
El
nieto, no sabe mucho del viento, pero conoce que mueve molinos y velas, que
también horada las piedras y construye figuras de la mano del tiempo. Esas
figuras son criaturas del viento. Hasta puede decirse que a las montañas las
talló el viento; que picos y laderas, quebradas y valles, son sus obras.
El
viento levanta el polvo y mueve la tierra, formando dunas en los desiertos.
Cuando sopla con furia, hay que cubrirse la cara y taparse los ojos. Aturde.
Hace perder el equilibrio. En el mar es
artífice de parte de su movimiento junto con la luna. Levanta las olas y las
deja caer produciendo espuma con la sal. Hace volar a los peces y temblar a los
barcos. Es el que despierta a las sirenas y las invita a peinarse en las rocas.
Eolo era
el dios que representaba al viento en la mitología griega. Era temido y
respetado a la vez. Le prestó ayuda a Ulises en su regreso a Itaca.
El
nieto no sabe por qué razón el abuelo compró esa casa perdida en la puna de
Catamarca. En un pueblito llamado el Peñón, como si la puna fuera un mar y la
casa del viento la proa de un barco.
El
abuelo allí tuvo una amante criolla, porque el viento de allí es el más criollo
de todos los vientos. Es cobrizo, con pómulos salientes y esconde sus ojos del
paso del tiempo.
Parece
que la amante del abuelo se llamaba Anemoi. Lo curioso es que no es
un nombre aimara, sino griego. Esa
tal Anemoi había sido traída por el viento. El abuelo nunca
supo de dónde venía. No hablaba, soplaba. Algunas noches el abuelo le ponía una
quena en los labios y Anemoi la hacía sonar y creaba música
del altiplano, a veces triste, a veces luminosa y alegre.
La
música de los vientos erguía al Peñón y a las montañas. Dicen que el viento fue
el que ideó las primeras flautas en Oriente, esas que encantan serpientes. Y
que luego creó la quena, el oboe, el clarín, la corneta, el saxofón, la
trompeta, la armónica y todos los instrumentos de viento que conoce el
hombre. Incluso el cuerno, el shofar, que
hacían sonar los hebreos.
Dicen
que el abuelo, a ella le hacía el amor sobre el viento. Y que Anemoi daba
suspiros que se perdían en el tiempo. Esos
suspiros eran los que en el recuerdo lo hacían volver al Peñón al abuelo. Extrañaba los suspiros cuando estaba en Buenos Aires,
donde el viento quedaba atrapado por las calles y sólo profería lamentos de
encierro.
Al
nieto le dijeron que la casa no vale mucho. Cómo va a valer si es etérea como
el viento. Valdrá lo que pesa el polvo en la balanza del recuerdo, pero no
mucho más que eso. Tal vez pueda comprarla un mercader de tiempo y arena, esos
que se pasan la vida caminando por los desiertos, vendiendo ilusiones y encuentros.
El
abuelo pidió que lo enterraran allí, en el Peñón, fuera de la casa, donde solía
sentarse a contar las nubes. La familia quiere traerlo al cementerio de la
Recoleta y ponerlo en una tumba donde sólo hay fantasmas de un pasado de
esplendor. Una cuestión de alcurnia, le dijeron al nieto. Pero, en Buenos
Aires, nadie mira el cielo.
El
nieto no sabe bien qué hacer, porque el viejo lo dejó escrito en el testamento.
“Entiérrenme en el Peñón, junto a la casa, donde solía sentarme a contar las
nubes. El catre es para Anemoi y la casa para mi nieto Martín.
El dinero en el banco es para mi hija, la que vive en España”. Eso fue todo. Lo firmó raro y sin fecha. Puso un
nombre que no era el suyo: Eolo Pereyra.
El
nieto, cuando llegó al Peñón, quiso saber cómo era físicamente Anemoi. Una típica aimara pero que, de a ratos, se esfumaba en
el aire armando remolinos. Le cebaba mate al abuelo, pero no hablaba. Aunque el
abuelo decía que le hablaba con los ojos y por los ojos, porque los ojos
de Anemoi eran como dos abismos donde también soplaba el
viento.
No
se sabe si tuvieron algún hijo, pero hay muchos Pereyra en el pueblo, aunque el
abuelo no dejó nada para otros en su testamento. Anemoi se llevó el catre
antes que llegara el nieto. Dicen que lo colgó en el aire, se subió encima y
que volvió a su pueblo.
“Todo
esto es cierto”, le dijo el dueño del pequeño almacén. “Yo los conocí. Anemoi incluso
vino de visita a mi casa y balbuceó cinco palabras antes de partir. Me dijo:
‘tienes que amar al viento´. Con el viejo
Pereyra hablé varias veces. Últimamente, me dijo que tenía cien años. Me pareció exagerado. Porque a esa edad, parecía
imposible que siguiera haciendo el amor con Anemoni. Pero el abuelo dijo que el viento: ‘empuja los
segundos, pero estira los años’. Eso fue todo”.
En
fin, ahora todo depende del nieto y, por supuesto, de lo que le diga el viento.