El viaje, organizado de manera excelente por la Fundación (que tiene sus orígenes en el Movimiento fundado por el líder religioso islámico, Fetullah Gullen), no tuvo desperdicio. Tuvimos citas con intelectuales, políticos, religiosos, periodistas, empresarios, educadores y profesionales de distinta índole. Visitamos el Parlamento Nacional, escuelas, hospitales, museos, iglesias, mezquitas, universidades, empresas, diarios y estudios de televisión. Ese contacto abierto con mujeres y hombres de tan distintos quehaceres, nos permitió formarnos una idea bastante concreta del proceso político, económico, cultural y religioso por el que atraviesa Turquía.
Ese diálogo no sólo es necesario, sino posible, como decía don Andrea Santoro: "Diálogo y convivencia no se dan cuando se está de acuerdo con las ideas y las elecciones ajenas, sino cuando se les deja lugar junto a las propias y cuando se intercambia como don el propio patrimonio espiritual".
He podido experimentar a través de estas visitas a Turquía y a mi frecuente contacto con los miembros del Movimiento fundado por Gullen, que más allá de mi fe católica, existen valores muy respetables en el Islam, por ejemplo, en la oración que realizan los musulmanes. Siento que en ella esta presente el encuentro entre el hombre y Dios. En cuanto a la espiritualidad de Fetullah Gullen (recientemente elegido, por una revista británica, como el intelectual más influyente del mundo) y de los miembros de su Movimiento, lo que me conmueve es la apertura que tienen hacia las otras religiones insistiendo en la necesidad de dialogar con ellas, la paz interior que reflejan sus miembros a partir de la práctica religiosa, la insistencia en la educación como forma de elevación del hombre y la condena total y absoluta al terrorismo y el uso de la fuerza bajo pretextos religiosos.
Es que hay algo mágico flotando en el aire, sobre todo en Estambul, algo que para quien tiene el corazón sensible se vuelve poema y dice:
Vi tus ojos negros,
rompiendo con la bruma del Bósforo
y te sentí venir hacia mí
oliendo al humo del narguile
y a la salada espuma de dos mares
que querían estrecharse en un abrazo.
Dijiste una palabra turca,
que no alcancé a comprender,
pero supe por tus labios
que te llamabas Estambul,
porque luego señalaste con un dedo
a ese sol rojo de la tarde
que se caía sobre un minarete
que se caía sobre un minarete
y soltaba gaviotas en el aire
como a gotas de un tiempo
en que se hablaba
del Imperio.
Luego te diste vuelta
con el día que terminaba
y encendiste la estrellas
sobre la cúpula de Santa Sofía
y cuando quise decirte adiós,
plantaste una luna menguante
hecha de plata
sobre la mezquita Azul
y te esfumaste en el seseo
de la ola gris
rompiendo contra un muelle.