Jesús María Silveyra

viernes, agosto 22, 2025

JULIO ARGENTINO ROCA Y LA CONQUISTA DEL DESIERTO


 Acabo de publicar un nuevo libro, esta vez, sobre Julio Argentino Roca, haciendo hincapié más que nada en la llamada “Conquista del Desierto”. ¿Por qué razón? Porque todos sabemos cómo el kirchnerismo se la pasó denostando su figura de diversas formas durante más de 20 años. Acusándolo de genocida de los pueblos originarios, o de representante del contubernio político y de la oligarquía. Así, su imagen no sólo fue sacada de los billetes, sino que su nombre que llevaban cientos de calles y escuelas en todo el país fue suplantado, se quitaron monumentos y se incentivó el daño y la profanación continua de otros. Sin embargo, no han podido con su cometido y Roca permanece y permanecerá vivo en la historia de la patria como uno de sus mejores o, quizá, el mejor presidente que tuvo hasta el momento la Argentina.

Elegí como título el de “La Conquista del Desierto”, no sólo porque es el mismo que utilizaron los tres cronistas que lo acompañaron durante aquella gesta (me refiero al futuro arzobispo de Buenos Aires, Mariano Antonio Espinosa, el periodista del diario La Pampa, Remigio Lupo y el coronel Manuel José Olascoaga), sino porque una conquista es algo muy diferente a una mera campaña militar, tal como lo define el diccionario de la Real Academia Española. Y eso fue lo que hizo el general Roca con el territorio hasta entonces denominado “desierto” y con sus habitantes que, en el libro, me permito llamar con respeto “indios”, aunque sé que ese nombre corresponde más a los originarios de la India, pero es la forma en que se los trataba en aquella época y que hoy titularíamos como nativos.

Una conquista que era necesaria desde todo punto de vista, no sólo para acabar con los malones que asolaban los débiles límites hasta entonces establecidos en las provincias de Mendoza, San Luis, Córdoba y Buenos Aires; sino con las ambiciones territoriales de nuestros vecinos en Chile. Y cuando hablamos de los malones, no sólo tenemos que tener en cuenta el robo de ganado, sino el saqueo continuo de pueblos y la toma de cautivas criollas que llevaban a sus tolderías. Era claro que el progreso del país de esa forma no sería posible. Por eso, la histórica necesidad de extender los límites hasta fronteras más seguras como resultaba el río Negro, había sido un objetivo incumplido desde hacía tiempo para todos los gobiernos, sea por la guerra del Paraguay, sea por las luchas internas entre caudillos.

Se trata de una biografía novelada donde cuento la historia real de dicha campaña, a partir de que el general Roca se sube a un tren en la estación Constitución, el 16 de abril de 1879, llegando hasta Azul, en la provincia de Buenos Aires, para luego iniciar la marcha terrestre hasta la isla de Choele Choel y después hasta la confluencia de los ríos Neuquén y Limay, culminando con su regreso en barco desde Carmen de Patagones a Buenos Aires, el 8 de julio de 1879. Durante el trayecto en tren desde Constitución hasta Azul, el general va recordando los acontecimientos de su vida. Además, se analiza a lo largo de la novela el tema de los verdaderos pueblos originarios de la Patagonia y de las ambiciones chilenas de aquel momento sobre dicho territorio.

El libro no pretende otra cosa que aportar un granito de arena más en el reconocimiento de la grandeza de la figura de un fiel exponente de la generación del 80, como lo es la del general Roca, tan denostada en estos últimos años por quienes en aras de la defensa de los derechos de los llamados “pueblos originarios” distorsionan la realidad y desconocen cómo han sido todas las conquistas territoriales a lo largo de la historia de la humanidad y el valor y el costo de oportunidad elegida por el conquistador, para evitar la toma del territorio por parte de Chile. Personalmente, pienso que, si bien toda conquista tiene sus luces y sombras, al igual que con respecto a la de América, en el caso de la Conquista del Desierto, fueron mucho más profundas sus luces, e invito a los lectores, precisamente, a proceder a su lectura, a la luz de los tiempos en que le tocó actuar y vivir al ilustre Alejo Julio Argentino Roca.

Una frase del general Roca, es la que ilumina el derrotero del libro: La fortuna, rara vez es ingrata con los que perseveran, con los que no desmayan, con los que se gobiernan a sí mismos, con los que, en vez de declararse vencidos desde los primeros golpes, saben hacer frente a las infinitas adversidades de que está poblada la existencia”. Es por esa razón que, quienes valoramos la figura de este presidente que no sólo extendió y consolidó el dominio concreto del territorio argentino en el norte y el sur del país, sino que terminó de consolidar el proceso de organización nacional luego de décadas de luchas internas entre hermanos, sabemos que Roca no sólo sorteó con perseverancia las dificultades de su tiempo, sino las del presente y las eventuales del futuro.

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viernes, abril 18, 2025

Muerte y Resurrección


 El clavo.

La carne.

Los huesos.

El madero.

La gota de sangre,

cayendo en el suelo.


La hora.

La tarde.

La sed.

El vinagre.

Y el grito del hombre,

razgando, 

del templo el gran velo.


Los ojos.

La madre.

El hijo.

La voz entregando,

por siempre,

su amor desde el cielo.


Palabras.

Imágenes.

Cristiano es aquel,

que recuerda el Calvario,

el dolor, la muerte y el duelo.


Palabras.

Imágenes.

Cristiano es aquel,

que mueve la piedra

y encuentra la tumba vacía

para comenzar de nuevo.


Jesusmaríasilveyra@2025

domingo, abril 13, 2025

La casa del Viento



La “casa del viento” la compró el abuelo y la heredó el nieto. Huayra Huasi es el nombre de la casa. No se cierran las ventanas, ni vale la pena, porque el viento rompe los vidrios. La puerta permanece siempre abierta, con un taco de madera que la traba. No hay adornos dentro, sólo una marca del lugar en que estaba el catre donde dormía el abuelo.

El abuelo murió hace unos días y le dejó la casa en herencia, pero al nieto le da pánico dormir allí porque de noche el viento entra en la casa cubierto con máscaras de arena. Dicen que el abuelo se montaba en el viento y salía a recorrer el “Campo de Piedra Pómez”. Pero el nieto sólo puede ver figuras tenebrosas cuando está dentro.

El nieto, no sabe mucho del viento, pero conoce que mueve molinos y velas, que también horada las piedras y construye figuras de la mano del tiempo. Esas figuras son criaturas del viento. Hasta puede decirse que a las montañas las talló el viento; que picos y laderas, quebradas y valles, son sus obras.

El viento levanta el polvo y mueve la tierra, formando dunas en los desiertos. Cuando sopla con furia, hay que cubrirse la cara y taparse los ojos. Aturde. Hace perder el equilibrio. En el mar es artífice de parte de su movimiento junto con la luna. Levanta las olas y las deja caer produciendo espuma con la sal. Hace volar a los peces y temblar a los barcos. Es el que despierta a las sirenas y las invita a peinarse en las rocas.

Eolo era el dios que representaba al viento en la mitología griega. Era temido y respetado a la vez. Le prestó ayuda a Ulises en su regreso a Itaca.

El nieto no sabe por qué razón el abuelo compró esa casa perdida en la puna de Catamarca. En un pueblito llamado el Peñón, como si la puna fuera un mar y la casa del viento la proa de un barco.

El abuelo allí tuvo una amante criolla, porque el viento de allí es el más criollo de todos los vientos. Es cobrizo, con pómulos salientes y esconde sus ojos del paso del tiempo.

Parece que la amante del abuelo se llamaba Anemoi. Lo curioso es que no es un nombre aimara, sino griego. Esa tal Anemoi había sido traída por el viento. El abuelo nunca supo de dónde venía. No hablaba, soplaba. Algunas noches el abuelo le ponía una quena en los labios y Anemoi la hacía sonar y creaba música del altiplano, a veces triste, a veces luminosa y alegre.

La música de los vientos erguía al Peñón y a las montañas. Dicen que el viento fue el que ideó las primeras flautas en Oriente, esas que encantan serpientes. Y que luego creó la quena, el oboe, el clarín, la corneta, el saxofón, la trompeta, la armónica y todos los instrumentos de viento que conoce el hombre. Incluso el cuerno, el shofar, que hacían sonar los hebreos.

Dicen que el abuelo, a ella le hacía el amor sobre el viento. Y que Anemoi daba suspiros que se perdían en el tiempo. Esos suspiros eran los que en el recuerdo lo hacían volver al Peñón al abuelo. Extrañaba los suspiros cuando estaba en Buenos Aires, donde el viento quedaba atrapado por las calles y sólo profería lamentos de encierro.

Al nieto le dijeron que la casa no vale mucho. Cómo va a valer si es etérea como el viento. Valdrá lo que pesa el polvo en la balanza del recuerdo, pero no mucho más que eso. Tal vez pueda comprarla un mercader de tiempo y arena, esos que se pasan la vida caminando por los desiertos, vendiendo ilusiones y encuentros.

El abuelo pidió que lo enterraran allí, en el Peñón, fuera de la casa, donde solía sentarse a contar las nubes. La familia quiere traerlo al cementerio de la Recoleta y ponerlo en una tumba donde sólo hay fantasmas de un pasado de esplendor. Una cuestión de alcurnia, le dijeron al nieto. Pero, en Buenos Aires, nadie mira el cielo.

El nieto no sabe bien qué hacer, porque el viejo lo dejó escrito en el testamento. “Entiérrenme en el Peñón, junto a la casa, donde solía sentarme a contar las nubes. El catre es para Anemoi y la casa para mi nieto Martín. El dinero en el banco es para mi hija, la que vive en España”. Eso fue todo. Lo firmó raro y sin fecha. Puso un nombre que no era el suyo: Eolo Pereyra.

El nieto, cuando llegó al Peñón, quiso saber cómo era físicamente Anemoi. Una típica aimara pero que, de a ratos, se esfumaba en el aire armando remolinos. Le cebaba mate al abuelo, pero no hablaba. Aunque el abuelo decía que le hablaba con los ojos y por los ojos, porque los ojos de Anemoi eran como dos abismos donde también soplaba el viento.

No se sabe si tuvieron algún hijo, pero hay muchos Pereyra en el pueblo, aunque el abuelo no dejó nada para otros en su testamento. Anemoi se llevó el catre antes que llegara el nieto. Dicen que lo colgó en el aire, se subió encima y que volvió a su pueblo.

“Todo esto es cierto”, le dijo el dueño del pequeño almacén. “Yo los conocí. Anemoi incluso vino de visita a mi casa y balbuceó cinco palabras antes de partir. Me dijo: ‘tienes que amar al viento´. Con el viejo Pereyra hablé varias veces. Últimamente, me dijo que tenía cien años. Me pareció exagerado. Porque a esa edad, parecía imposible que siguiera haciendo el amor con Anemoni. Pero el abuelo dijo que el viento: ‘empuja los segundos, pero estira los años’. Eso fue todo”. 

En fin, ahora todo depende del nieto y, por supuesto, de lo que le diga el viento.